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Relatos Conurbanos: Entre trabajo y dedicación, se forjaron las vidas de "los del sur"

Hay historias que deben ser contadas, porque sino, se pierden y no es bueno que se extravíen en el pantano del olvido. Por eso en Gala Noticias decidimos publicar historias de ciudadanos de nuestro querido conurbano, cuyos antepasados enriquecieron este suelo, lo moldearon, lo transformaron, lo llenaron de vida y pujanza con sus nobles y laboriosas manos. En esta oportunidad, Ariel Martínez, un vecino y músico de Lanús, nos comparte este bello relato de sus ancestros, que pinta su aldea en cuerpo y alma. ¿Lo leemos?

A Don Pedro

Ariel Martinez

No es que yo no sepa, mas bien, por estos tiempos, ya nadie sabe. 

En esa época cuando alguien nacía y sobre todo en el campo, se los anotaba en el registro muchos meses o años después, si es que lo hacían.

Dicen algunos papeles que mi abuelo Pedro Martinez nació en el pueblo de San Cosme perteneciente a Villa Encarnación, Paraguay, el 25 de mayo de 1891.

A la edad de 13 años, ya era un muchacho fortachón, en parte por la genética, y por otro lado por el arduo trabajo en el campo.

Por esos años eran costumbre “las levas”, que viene a ser el reclutamiento obligatorio de población civil para servir en el ejército.

Justamente, cortando leña, es cuando encuentran a mi abuelo los militares, que pasaban por el campo reclutando soldados, (de trece años en este caso) para su larga guerra civil entre 1900 y 1910.

Viéndolo grande se lo llevan a la fuerza, separándolo de su familia y afectos.

Estando ya en la milicia, mi abuelo empieza a urdir la escapatoria del cuartel.

Y es así que una noche en plena guardia, se trepa al paredón que lo separaba de la libertad, y escapa. 

Como único capital, contaba con un uniforme militar y un Winchester 44-40 (el que usaba el hombre del rifle), y con varias cajas con balas.

No creo que hayan sido pocos los avatares que lo atravesaron a Don Pedro, así lo llamaban a mi abuelo. 

Sólo sé algunos, como por ejemplo que para poder cruzar el río Paraná hacia la Argentina dio en parte de pago a un balsero, su uniforme de militar, a cambio de que lo cruce para estos lares.

Me es difícil imaginar a un niño, rondando los catorce años viviendo solo, en el monte, con un arma de guerra y unos cuantos cartuchos para la escopeta. 

Por supuesto que la edad de trece o catorce años de aquel tiempo, no se compara con esa misma edad en la actualidad. Hoy en día también utilizan armas de ese calibre y más, ¡pero todo desde la Play!, (por suerte).

Cuenta la historia que una vez cruzado a nuestro país, empezó a trabajar de hachero. 

Por cierto, ése era uno de los trabajos más populares de aquellos años, en esa zona del litoral argentino.

La urgencia de contar con un dinero, lo llevó a trabajar con uno de los paisanos más bravos de la zona.

Si habrá sido picante su jefe que una mañana calentando el agua para unos mates antes de la jornada hacheril, comienza a sonar un silbido, producto del agua hervida. No solo suena la pava, sino que se escucha un fuerte disparo que dá en el corazón de la pava que enmudece instantáneamente, mientras se desagua a unos metros del lugar.

Luego de un temeroso y largo silencio, escucha mi abuelo que su jefe le dice: 

“A mi de mañana nadie me habla”.

Por supuesto mi abuelo no le contestó, si no otra sería la historia y yo no estaría escribiendo estas líneas.

Lo que sigue de la historia te lo cuento al estilo Jorge Luis Pinarello en #Te lo resumo, (si no lo viste buscalo en YouTube).

Mi abuelo conoce a mi abuela Alejandra Cejas, en Santiago del Estero, se enamora, y vive junto a ella, en la que ahora es mi casa en Gerli (Avellaneda), hasta su muerte en julio de 1974, días después de la muerte del general. 

Algunos dicen que esa noticia (la muerte de Perón) lo termina de enfermar de tristeza.

Muchos músicos han pasado por esta casa, algunos tangueros, otros del folklore, guitarristas, bandoneonistas o violinistas como Sixto Palavecino entre otros.

Recuerdo, sobre finales de 1960, principios del ‘70, a mis abuelos cocinando empanadas y amasando ravioles para 20 personas los días domingo cuando venían de visita sus amigos.

Recuerdo el olor característico de la cocina económica (a leña), las mesas blancas de harina, las barras de hielo dentro de la heladera de pinotea, que aún conservo. 

El vermouth con Cinzano y Fernet, junto a la picada, y el vino en pingüino con soda para el almuerzo.

Terminado el almuerzo las mujeres lavaban los platos mientras los hombres jugaban al truco. 

Luego las mujeres se les unían en otra mesa, pero ellas jugando a la lotería con sus típicas acotaciones para cada número:

“Morto qui parla, la niña bonita, el pajarito, la luz, etc”. Mientras de fondo sonaba el griterío de los hombres con quierovalecuatro!

Todo esto sucedía en la galería del patio de la casa.

Terminada la sección juegos venía la música y el baile. Meta zambas y chacareras, chamarritas. Si había bandoneonista entre los presentes, salía algún tango que mi viejo siempre bailaba.

Infaltable el banquito donde me hacían subir a cantar:

“Si soy así” de Carlos Gardel 

Después de los aplausos y risas, le llegaría el turno a mi hermano y a mi hermana de mostrar sus gracias.

Generalmente terminaba todo con algún griterío de mi abuela, ya muy entonada y no de afinación. 

Cuando ella se desataba el rodete se liberaban todos los demonios que tenía guardados en esa cabeza.

El pelo gris que le llegaba a las rodillas, el batón que se abría para que sus pechos marchitos jueguen con ese pelo en una danza macabra con total libertad e impunidad. Todo mientras de su boca salían sus demonios en forma de insultos y blasfemias. 

La secuencia no duraba más de cinco minutos, hasta que alguien la llevaba a su cuarto. Pero en la mirada de un niño de 4 años era una eternidad. 

Una eternidad que me fascinaba y me aterraba. La fascinación venía por lo desconocido, por mi avidez de conocer ese mundo adulto.

Pero no siempre terminaba de esa manera la reunión, a veces finalizaba cuando la tarde empezaba a dormirse, mientras, comenzaba a despertar la noche, y los demonios se retiraban en busca de otro lugar donde beber, bailar y cantar.

Para mi abuelo “Don Pedro”.

Ariel Martinez

Carnet del frigorífico Anglo



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